En la vida todo es aprendizaje, y lo mejor está por llegar…
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domingo, 21 de abril de 2024

El significado del sufrimiento: perspectivas budista y cristiana

 

El significado del sufrimiento: perspectivas budista y cristiana



Ambos ofrecen caminos distintos hacia la comprensión y aceptación del dolor humano
Llucià Pou Sabaté
Jueves, 18 de abril de 2024, 09:39 h (CET)

El sufrimiento, un fenómeno omnipresente en la experiencia humana, ha sido objeto de reflexión y análisis por parte de diversas tradiciones religiosas a lo largo de la historia. En este artículo, exploraremos las perspectivas budista y cristiana sobre el sufrimiento, centrándonos en sus diferencias fundamentales y en cómo abordan el sentido y la aceptación del dolor humano.

   

En el budismo, Buda enseñó que la vida está intrínsecamente ligada al sufrimiento. Su célebre afirmación de que "la vida es sufrimiento" resalta la inevitabilidad del dolor y la insatisfacción en la existencia humana. Dice: “la vida es sufrimiento; la necesidad de vida provoca, inevitablemente, sufrimiento; ahoguemos esta necesidad y seremos libres”. Es punto esencial en el budismo. Para los budistas, la liberación del sufrimiento se encuentra en la comprensión y la superación de los deseos y apegos, buscando alcanzar un estado de desapego y paz interior.

   

Me parece que si bien hay ahí un intento de explicar el sufrimiento, no veo yo allí un amor perfecto, pues todo en la vida tiene un sentido, y el sufrimiento no puede ser menos, es como si me hablan en una lengua extraña y pienso que aquello es incorrecto: tendré que aprender la lengua de la naturaleza, lo que me habla el sufrimiento para poder trascenderlo. El sentimiento, que está ligado al sufrimiento, me habla de una capacidad de superación. Ésta es la diferencia con la fe cristiana: el sufrimiento tiene un sentido; su significado es de amor, y por eso le damos un valor expiatorio (vernos con deficiencias –pecadores- necesitados de sacrificio, de expiación), pero no somos faquires, sino que el sufrimiento no sería nada si no tuviera un significado de amor sublime.

   

En contraste, pues, la fe cristiana presenta una perspectiva diferente sobre el sufrimiento. Si bien reconoce la realidad del dolor humano, el cristianismo lo interpreta en el contexto de un amor divino redentor. Según esta visión, el sufrimiento tiene un propósito más profundo: el de expiar el pecado y acercar al individuo a Dios. A través de la aceptación amorosa del sufrimiento y la unión con la Cruz redentora de Cristo, los cristianos encuentran consuelo y esperanza en medio del dolor.

   

Un ejemplo que ilustra estas diferencias puede encontrarse en la historia de dos personas enfrentando una enfermedad terminal. Desde la perspectiva budista, uno podría buscar liberarse del sufrimiento a través de la aceptación y el desapego, encontrando paz interior a pesar de las circunstancias adversas. Por otro lado, desde la perspectiva cristiana, la misma situación podría ser vista como una oportunidad para unirse al sufrimiento de Cristo y ofrecerlo como un acto de amor y redención.

   

Es decir, el budismo promete una solución al terrible tema del sufrimiento, que nos cuestiona con preguntas. Es como una cerradura para una puerta y no tenemos la llave, pero la llave en mi opinión –y salvando esta gran filosofía que nos aporta mucho- no es la ausencia de sufrimiento como propone el budismo, esto es una explicación. La llave que abre el camino de la felicidad es el amor. El sufrimiento no es un problema que puede resolverse, sino un misterio que no se comprende, pero puede aceptarse y vivirse con alegría  cuando se ve su sentido. No con anestesia, sino con darse a los demás. No con una idea de amor, sino con un sentido de sacrificio por amor, que es vida para los demás, resurrección.

   

Y para un cristiano, al saber que tiene un sentido de unirse a la Cruz redentora de Cristo, tiene un valor particular, pues no hay cosa que más desee el amante que el cielo del amado, y a eso se puede unir con el sufrimiento aquel que ama. Esto nos abre a la esperanza, que nos dice que en la eternidad veremos que todo tiene un significado, pero por ahora lo único que podemos decir es “no entiendo, Señor, pero confío en tu bondad”. Esa intuición de amor llega más lejos que la mente.

   

La aceptación amorosa nos abre a una escuela de aprendizaje, en la que los sentimientos se integran en una visión de que todo sirve para la misión que Dios tiene con nosotros, y todo será para bien. Ya no se trata de ver el sufrimiento como único mal pues encuentra un sentido, ni la insensibilidad estoica que intenta también no permeabilizarlo, sino de una esperanza que da fuerzas para tener un motivo en esa lucha que llamamos sufrimiento. Decía un salesiano: "No quiero sufrir por sufrir, ni sufrir con resignación. Quiero que mi dolor sea esperanzado y no de sabor estoico. Yo me resigno al dolor porque sé que Dios me ama y cuando ahora me da esta misión es porque sabe que puedo cumplirla. Esto me llena de orgullo, pues Dios confía en mí. Espero no defraudarle".

   

Quizá, quien mejor ha sido capaz de describir ese aspecto es aquel político y humanista que fue Tomás Moro, quien dijo estas palabras consolando a su hija, poco antes de su propio martirio: "Nada nos puede pasar que Dios no haya querido. Todo aquello que Él quiere, por malo que nos pueda parecer es, no obstante, lo que hay de mejor para nosotros". Se trata de una apertura al misterio divino, una confianza total en no tener agenda propia sino estar a lo que Dios quiera, sabiendo que eso será lo mejor. En este sentido, podemos decir que lo mejor siempre está por llegar.

   

En resumen, mientras que el budismo aboga por la superación del sufrimiento a través del desapego, el cristianismo encuentra sentido en el sufrimiento a través del amor redentor de Dios. Ambas perspectivas ofrecen caminos distintos hacia la comprensión y aceptación del dolor humano, reflejando la diversidad y la riqueza de la experiencia religiosa en la búsqueda de la trascendencia y la paz interior.

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jueves, 15 de abril de 2010

Reflexiones de un misionero ante una mujer moribunda.


El Padre Christopher, de S. Pedro de Macorís, Argentina, volvía
desanimado a su casa..., iba "con más penas en el alma y más problemas
de los que este pobre misionero podía soportar" en medio de un lodazal
de caña y fango. "Me pesaba la parroquia, me aplastaba la misión. Me
parecía que corría y corría de un lado a otro y no había hecho nada en
todos estos años, me sentía bastante fracaso..." Recordó que por allí
había una enferma que visitar en una casucha, y entró a verla mientras
pensaba: 'estoy muerto, agotado, si no tengo nada que dar' . Se
llamaba Marta, estaba con otros nueve entre hijos, hermanos, su madre.
Estaba inválida, tendría quizá 34 años, el cuerpo esquelético cubierto
de costras sobre un camastro mugriento. Sonrió de verdad, de sus
adentros, y le dijo: 'padre ¿ha venido a rezar?' -'Sí, sí, claro, para
eso he venido, para rezar'. Busqué el Breviario... comencé a rezar el
himno"... que vamos aquí copiando, al hilo de sus reflexiones de esos
días: "En esta tarde, Cristo del Calvario, / vine a rogarte por mi
carne enferma; / pero, al verte, mis ojos van y vienen / de tu cuerpo
a mi cuerpo con vergüenza". "Marta me escuchaba… yo no veía ya más que
la viva imagen de un Cristo desgarrado, triturado por mil hambres y
mil cruces".
Al llegar a la noche el sacerdote fue a rezar a Cristo en la Cruz:
"Jesús de mi vida, haber conocido tu amor... y todavía andarme con
quejas y tacañeces. Pastor bueno, tan herido de pecados y de amores,
'¿cómo quejarme de mis pies cansados, / cuando veo los tuyos
destrozados? / ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, / cuando las tuyas
están llenas de heridas? Pensaba en aquella mujer, imagen del
crucificado, que sufría dolores espantosos por todo el cuerpo pero
sobre todo una llaga purulenta en la espalda, que jamás cerraba.
"Aprendí tanto de esta mujer. Era casi imposible oír una queja de sus
labios. Yo le hablaba de la bondad de Dios, de la vida eterna, hasta
que en una ocasión me preguntó: 'padre, ¿qué hay que hacer para ir al
cielo? yo no estoy bautizada y mis hijos tampoco...'" El día del
bautismo, una tarde del verano de 1999, "a Marta no le cabía más
felicidad en el alma..." y aquel día el Padre le dijo a Jesús: "hoy sé
que te bastan mis manos vacías… Ahora sé que no es el aplauso y el
éxito de este mundo lo que forja al misionero, sino que se mide su
valer por las heridas de unos clavos que el mundo no sabe ver… las
manos cada vez más vacías de mí, para bendecir, para acariciar, para
curar, para amar, para servir… Manos, dame Señor de pastor, manos
llenas sólo de tu amor y tu ternura." Y repitió las palabras del
himno: "¿Cómo explicarte a ti mi soledad, / cuando en la cruz alzado y
solo estás? / ¿Cómo explicarte que no tengo amor, / cuando tienes
rasgado el corazón?"
El calvario de Marta adelantaba... se le iba pudriendo la vida poco a
poco. En eso Dios le mandó un ángel, se llamaba Marina, una misionera
que la cuidó... Y pensó el sacerdote en esa soledad, icono y
transparencia de las de Jesús, pensaba en su vida: "En tu vida, Jesús,
pasaste las soledades más hermosas y radiantes que mente humana
pudiese imaginar... la confianza total en su proyecto de amor…con
María… 'Pero también, ¡que espantosas esas otras soledades, de hieles
y vinagres saturadas!'… aquellos a quienes llamaste amigos y ahora tan
solo te dejaban… '¡Getsemaní del alma! ¡Que duro amar a quienes ahora
tan poco te aman!...' Robaste mi corazón en mi adolescencia enamorada,
mi primer amor, contigo me fui sin pensarlo dos veces y me sellaste el
alma y dijiste: 'te basta mi gracia'. ¡Cuán feliz me has hecho con esa
alegría que reservas para quienes -sólo por amor- lo perdieron un día
todo por ti y lo dejaron todo en la arada!… Yo no sabía que en este
mundo se pudiera ser tan feliz… ¡cuanto te agradezco haber sentido tu
llamada!..., enfermo de amores y repleto de gracias… soledades, de
noches angustiosas, que me hicieron entender que sacerdocio es dolor,
y que 'quien no sabe de penas nada sabe de amores'… qué duras las
soledades quien -por sólo tenerte a ti- nada, nada tiene cuando tú te
alejas.."
Decía Marta en sus últimos días: "nací para sufrir, pero ¡cuantos hay
que no tienen en este mundo gente tan buena como ustedes para aliviar
las penas!... Si hubiera más gente así, todo el mundo sería feliz..."
y pensaba el sacerdote: 'Te veo ahí, colgado entre el cielo y la
tierra, coronado de espinas… sin belleza, sin aliento. Costado abierto
y la mirada al cielo… Y pienso si aún no me faltan, lanzas, coronas,
clavos y el costado abierto, que disipen más mis quejas y mis
tormentos. Jesús ¿qué es un sacerdote sin tormentos?" Un día llegó uno
de los hijos de Marta: "mi mamá se está muriendo". Murió confiada en
Dios, sin una sola queja. Y el sacerdote pensó que así rezaba el final
del himno:
"Y sólo pido no pedirte nada, / estar aquí junto a tu imagen muerta, /
ir aprendiendo que el dolor es sólo / la llave santa de tu santa
puerta'… dame ser contigo, pastor herido, pastor bueno... Dame Jesús,
brazos fuertes para cargar a todos, ovejas al hombro y en el
entrecruzar de mis brazos todos los corderos del mundo y que junto a
mi corazón, descansen en tu regazo..." Amén.

llucià pou sabaté

Sobre la guerra de Gaza y otros textos

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