En la vida todo es aprendizaje, y lo mejor está por llegar…
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martes, 19 de diciembre de 2023

Navidad, volver a casa, acogida de padre y madre

 

Navidad, volver a casa, acogida de padre y madre

En el amor hay gratuidad, eso es lo que nos cuesta aceptar
Llucià Pou Sabaté
Lunes, 18 de diciembre de 2023, 11:15 h (CET)


Cuentan de un joven llamado Daniel que aunque estaba bien en casa con una familia amorosa, se aburría y decidió abandonar su hogar en busca de una vida más emocionante. Daniel exploró el mundo, disfrutando de momentos de libertad y experimentando con diferentes estilos de vida. Sin embargo, después de tener éxito, cayó en las drogas y la depresión, las emociones de antes ya no le llenaban, le golpeó la triste realidad de que caía hacia una falta de motivación tremenda, sus supuestos amigos desaparecieron y se quedó sin recursos.


En el punto más bajo de su vida, en vísperas de una fría noche de Navidad, Daniel recordó la calidez de su hogar y la seguridad que había dejado atrás. Se sintió abrumado por el arrepentimiento y anheló la conexión perdida con su familia.


Decidió regresar a casa, no con las manos llenas de riquezas, sino con un corazón humilde y un deseo genuino de reconciliación. Mientras se acercaba al pueblo, Daniel se preocupaba por la reacción de su familia. Temía que lo rechazaran por sus elecciones pasadas.


A medida que se acercaba a la puerta de su hogar, vio una luz tenue a través de las cortinas. Con un nudo en la garganta, golpeó la puerta. Tras unos momentos tensos, la puerta se abrió y sus padres lo miraron con asombro y alegría.


La sorpresa y la emoción dieron paso a la comprensión y el perdón. La familia de Daniel lo recibió con los brazos abiertos en una cálida noche de Navidad. Sentados alrededor del árbol, compartieron historias y risas, renovando los lazos que el tiempo y la distancia habían desgastado.


En esa noche mágica, Daniel experimentó la verdadera esencia de la Navidad: el perdón, la reconciliación y el amor incondicional. Su regreso, aunque humilde, se convirtió en un regalo para toda la familia, recordándoles el poder de la redención y la importancia de acoger a aquellos que regresan con el deseo sincero de cambiar.


La parábola del hijo pródigo (Lucas 15) coincide con la experiencia: si el hombre examina su corazón ve la tendencia al mal, una lucha interior entre lo que tira hacia arriba y lo que nos hunde, una división íntima del hombre, pues por una parte el ego nos empuja a crecer desmesuradamente, como el sapo que se hincha ante la vaca que al final le aplasta, y por otra el camino de la filiación divina, sentirnos imagen de Dios y muy amados por nuestro Padre, y eso nos eleva por la humildad a un endiosamiento bueno (Gaudium et Spes n. 13 habla de este dilema).


El hijo pródigo cuando se hunde en la miseria siente necesidad, está mal, solitario y hambriento. Y esto es precisamente lo que le ayuda a despertar a su ser más íntimo, a la verdad más esencial de su vida. La parábola del hijo pródigo, que disipa la herencia recibida del Padre, es emblemática en San Agustín, que se sintió un pecador que hace también ese camino, sigue las pisadas de ese joven, y entiende por la herencia sobre todo el tesoro de las tres facultades o potencias del alma. Entienden que con ellas –la inteligencia, el amor y la memoria- está sellada la imagen de Dios, y que se mancha esa imagen cuando se arroja por la borda tal tesoro al separarse de Dios. La memoria, tesoro que acaudala la persona, el arca del recuerdo de Dios que se hace presente en ella reflejando su rostro divino, queda desvalijada de sus mejores adornos y se hace almacén de innumerables vanidades y baratijas que te distraen de lo principal. La memoria Dei pasa a ser oblivio Dei, lleva  a la región lejana para vivir de frutos sin sustancia, está menesteroso.


El entendimiento, ojo del alma, oscurecido y sin agudeza, deja de ser la comunicación con las grandes verdades y la de Dios donde descansan las demás: “Así como las tinieblas quitaron la visión así los pecados oscurecen la mente e impiden ver la luz y verse a sí mismos”  (Enarr. In ps. 18,1,13). Pegada a las cosas del mundo (materialismo) y el alma llena de ídolos, se autodestruye.


Los dominios de la voluntad, la sede del amor, con la ofensa y abandono del Padre causan también agravio a la propia persona... En la imagen de la parábola aparece como compañero de puercos ya (animal impuro por los judíos), lo acerca al estado animal y le hace bajar la vista (es un animal que no levanta la cabeza al cielo) y apetece lo que es tierra. Tal es la pérdida de la herencia que reciben las personas cuando se alejan de Dios, reflejada en la parábola. En cierta forma es la imagen de la modernidad, que si bien ha valorado la persona como camino para una visión correcta de la vida, ha olvidado el referente a la trascendencia. Con un símil de la tierra que tiene traslación alrededor del sol y rotación alrededor de ella misma, la persona moderna ha dejado la trascendencia (traslación con respeto al sol) y solo gira alrededor de uno mismo, con lo que esa persona acaba “mareada”…


¿Qué versículo de la Biblia le gusta más? Preguntan al Papa: “la verdad os hará libres”. La libertad nos permite, con la base de la autoconsciencia que nos da la memoria, saber quiénes somos, elaborar proyectos hacia el futuro, que nos proyectan a un más allá de lo que somos, a lo que debemos ser… Estamos a la vez, tan lejos y tan cerca... como resume el apóstol Juan “somos ya hijos de Dios, pero aún no somos lo que estamos llamados a ser”.


Una dificultad es que todo esto no está bien expresado en las personas que nos guían, que deberían servir de modelo. “Pienso una vez más –decía el buen Altisent- en aquel diálogo entre el padre y el pródigo que ha vuelto, en la versión de la parábola por aquel gran escritor maldito y lúcido.


- ‘Hijo mío, ¿por qué te fuiste? Esta era la casa de tu padre y aquí lo tenías todo, y me tenías a mí.

- Sí, pero a ti yo no te veía nunca. Sólo veía a tus administradores.

- Tenías que haberles escuchado. Ellos hablan en mi nombre.

- Sí, pero no hablan como tú.”. 

            

Efectivamente, podríamos hablar de las vulnerabilidades innobles de muchos religiosos. Del lenguaje obsoleto de la Iglesia. De la opresión que se ha hecho con la Ley del Antiguo Testamento, y dejar de lado la Ley del amor que nos trae Jesús. Aunque me gustaría hacer una observación: mientras que la Teología moral se ha vuelto farisaica y legalista -una moral de obligaciones tantas veces-, la Teología espiritual y la práctica de la atención pastoral siempre ha ofrecido la salvación divina a quien se entregaba al amor misericordioso de Dios, como bien nos recuerda santa Teresita con el hacerse niños que no tienen miedo a su Padre, porque saben que siempre somos acogidos por él.

            

Hemos de recordar que Dios nos quiere como somos, que somos como el nos quiere, que no hemos de envidiar a nadie. Hemos de descubrir a un Dios que nos reconozca, “un Dios que no me encuentre extraño, que no me riña, sino que amanse mi corazón enloquecido e inquieto. Un Dios que no me acaricie íntimamente no es Dios”.

            

A veces nos sentimos como el hermano mayor del hijo pródigo, que se rebela ante lo que entiende como injusticia: “Pero no es justo... que los hijos que se han portado bien sean tratados con indiferencia y que en cambio, por el regreso del delincuente, se lleve a cabo una gran fiesta. ¿por qué no se rebelan? ¿por qué no lo devuelven a patadas al sitio del que ha venido? ¿Qué quiere decir? ¿qué lo mejor es comportarse mal?” (Susanna Tamaro, “Anima mundi” pp. 262-263). Y sigue el diálogo en boca de una monja:

            

“La lógica del amor’, respondí entonces, ‘es una especie de no lógica, a menudo sigue caminos incomprensibles para nuestro intelecto. En el amor hay gratuidad, eso es lo que nos cuesta aceptar. En la lógica normal todo tiene un peso y un contrapeso, hay una acción y una reacción, entre una y otra siempre hay una relación conocida. El amor de Dios es distinto, es un amor por exceso. La mayor parte de las veces, en vez de acomodar subvierte los planes. Eso es lo que asombra, lo que da miedo. Pero también es lo que permite al hijo descarriado regresar a la casa y ser acogido no con fastidio sino con júbilo. Se ha equivocado, se ha confundido, tal vez incluso ha causado el mal, pero después regresa, no vuelve por azar sino que escoge. Escoge regresar a la morada del Padre”. La monja termina “diciendo: ‘la puerta está siempre abierta, ¿entiendes? También quiere decir eso”.


El aire de gratuidad debe inspirar toda nuestra vida, y llegara una profunda humildad. Porque Dios es bueno nos colma de sus bendiciones y de su amor inmenso; somos hijos de Dios, no esclavos.

Nos deja el Señor a nuestra decisión, pero al mismo tiempo sale el Padre a buscar al hijo pródigo cuando está de camino de vuelta, y va en busca del hijo mayor que no sabe que está perdido. Este es el más difícil de ayudar, sus heridas son más profundas en su egoísmo. -“Hijo, le dice el padre, tú siempre estás conmigo. Todo lo mío es tuyo”. Le está diciendo de algún modo: “Deja la rivalidad a un lado. Un amor que no hace comparaciones, ¡entra en la fiesta! Deja los celos, suspicacias y resentimientos”.


Sin duda el hijo mayor está dolido y se queja: “haces preparar el ternero cebado, pero tu nunca me diste un cabrito para comer con mis amigos”, quizá está más centrado en sus amistades de fuera que en su hogar, en su familia, cosa frecuente en algunos. Añade: “este hijo tuyo, que ha perdido tu herencia con prostitutas…”. Le dice “hijo tuyo”, no “mi hermano” pues de algún modo no lo considera hermano. El pobre hijo mayor está más perdido, porque no tiene hermano ni padre. Es un extraño en casa. Es algo que también expresa Nowen en su libro “El regreso del hijo pródigo”. El hijo mayor tiene miedo o desdén, se hace opresor porque se considera víctima (Nowen, cit., p. 89).


“Yo no puedo perdonarme a mí mismo”, dice ese hermano mayor. “Conozco el dolor de esta difícil situación –sigue diciendo Nowen- (…). Esta es la patología de la oscuridad. ¿Queda alguna salida? No lo creo, al menos por mi parte. A menudo parece que, cuanto más intento deshacerme de las sombras, más oscuro se hace. Necesito luz, pero una luz que conquiste mi oscuridad. Pero no puedo encontrarla por mí mismo. Yo no puedo perdonarme a mí mismo. No puedo obligarme a sentir amor. Por mí mismo puedo sólo sentir cólera. No puedo llevarme a casa ni puedo crear comunión por mí mismo (…) no puedo fabricar mi verdadera libertad. Alguien me la tiene que dar. Estoy perdido. Debo ser encontrado y conducido a casa por el pastor que sale en mi busca.


La historia del hijo pródigo es la historia de un Dios que sale a buscarme y que no descansará hasta que me haya encontrado. Anima y suplica. Me pide que deje de aferrarme a los poderes de la muerte y que me deje abrazar por los brazos que me conducirán al lugar donde encontraré la vida que más deseo” (ibid., p. 90).


La búsqueda divina nos ayuda a que abramos los ojos a la confianza y gratitud, quizá nos lo impedía el estar atrapados en el rencor. “Podemos dejar que Dios nos encuentre y nos cure con su amor, practicando diariamente la confianza y la gratitud”. Al igual que pasa en algunas familias, puede nacer en nuestro interior, respecto a Dios, aquel “no soy su hijo favorito. No creo que me dé lo que realmente deseo.” Podemos anidar una voz de autorechazo y esto nos hace agresivos con los demás. Debemos entonces abrirnos a esa voz de Jesús, que nos dice que antes de que pidamos algo, ya nos lo ha concedido Dios, para darnos su Espíritu según nos conviene.


“Junto a esta confianza, debe haber también gratitud, lo contrario del resentimiento. Resentimiento y gratitud no pueden coexistir, porque el resentimiento bloquea la percepción y la experiencia de la vida como don” (ibid). El resentimiento se manifiesta en envidia. Pero “la gratitud es el esfuerzo explícito por reconocer que todo lo que soy y tengo me ha sido dado como don de amor, don que tengo que celebrar con alegría” (ibid). Es una disciplina que deja de lado la queja y el lamento: “Puedo elegir ser agradecido cuando me critican, aunque mi corazón responda con amargura. Puedo optar por hablar de la bondad y la belleza, aunque mi ojo interno siga buscando a alguien para acusarle de algo feo.


Puedo elegir escuchar las voces que perdonan y mirar los rostros que sonríen, aún cuando siga oyendo voces de venganza y vea muecas de odio” (ibid). Siempre podemos optar por la gratitud, porque Dios ha aparecido en mi oscuridad, me ha animado a venir a casa, y me ha dicho en un tono lleno de afecto que me quiere; puedo elegir entre vivir en las sombras de las desgracias que sufrí en el pasado y dejar que el resentimiento me absorba, o mirar desde la perspectiva de que los actos de gratitud le hacen a uno agradecido porque, paso a paso, le hacen ver que todo es gracia. Esto supone arriesgarse, dar un salto de fe inicial hasta experimentar el gozo de la gratitud y su verdad: “escribir una carta amable a alguien que no me perdonará, llamar al que me ha rechazado, pronunciar una palabra de aliento a alguien que no puede decirla. El salto de fe siempre significa amar sin esperar ser amado, dar sin querer recibir, invitar sin esperar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado” (ibid, pp. 92-93), y este es el camino de vuelta a casa.


Es el descubrimiento de un amor primero y para siempre; a veces nos consideramos vulnerables, indignos, pero al final nos damos cuenta de que el verdadero pecado es negar el amor de Dios hacia mí, ignorar mi valía personal. Este es mi verdadero yo, y no tengo que buscar en lugares equivocados un éxito que me indique que valgo mucho, con competitividad y rivalidad humana, detrás de todo eso se esconde un corazón inseguro. Así muchos vamos queriendo considerar nuestros éxitos como signos de nuestra belleza interior, y un pequeño comentario hecho por uno de nuestros amigos nos puede hacer caer en el abismo de la depresión, por mucha envidia que despertemos en los demás. En todos los ámbitos, pues en este sentido hay historias sobre padres que no les dieron lo que necesitaban, profesores que les maltrataron, amigos que les traicionaron, una Iglesia que les dejó en un momento crítico de sus vidas. “La parábola del hijo pródigo es la historia que habla del amor que ya existía antes de que cualquier rechazo y que estará presente después de que se hayan producido todos los rechazos. Es el amor primero y duradero de un Dios que es Padre y Madre. Es la fuente del amor humano, incluso del más limitado. Toda la vida y predicación de Jesús estuvo dirigida a un único fin: revelar el inagotable e ilimitado amor materno y paterno de su Dios y mostrar el camino para dejar que ese amor dirija nuestra vida diaria”. Y en el famoso cuadro en el que Rembrandt hace de hijo pródigo, volviendo harapiento y llagado, refleja este amor de forma muy clara: es el amor que siempre da la bienvenida a casa y que siempre quiere celebrarlo” (ibid., pp. 116-117).


Debemos quitarnos la máscara para abrirnos a la alegría de Dios. La máscara la construye nuestra mente, a veces con una visión incompleta que nos aboca a la tristeza, la melancolía, el cinismo, el mal humor, los pensamientos sombríos, las especulaciones morbosas y las oleadas de depresión. Y desde la mente no podemos salir de este entuerto, a menos que salgamos de ese “secuestro mental” con un poco de sentido de humor. La comprensión de quienes somos nos abre el camino a la fiesta en que el Padre nos viste con una túnica, un anillo y unas sandalias, y este sentirme en casa es el que me da poderme quitar la máscara de tristeza de mi corazón, hacer desaparecer la mentira de mi propio yo y descubrir la libertad interior del hijo de Dios.


Si nos cuesta reconocernos como el hijo, mucho más el reconocernos como hijo mayor, para recibir el amor de bienvenida del Padre. Pero “hay otra llamada más. Es la llamada a convertirme en el padre que da la bienvenida y organiza una fiesta. Una vez descubierta mi condición de hijo, ahora he de descubrir mi paternidad” (ibid). Que esas manos que enmascararon mi ser con el éxito o el placer, el resentimiento o la tristeza, sean las que ahora aprendan a perdonar, consolar, curar y ofrecer un banquete, descubrir mi mejor yo en el servicio. Me viene a la cabeza el amor de una madre, con qué amor mira a su hijo aunque sea alguien que nos parece que tiene sus defectos. Recuerdo una persona que caía antipática al ver ciertas cosas en él que no me gustaban, sin que yo mostrara exteriormente ese sentimiento. Un día, vi como su madre le trataba con amor, y me di cuenta de lo que es un amor que no necesita contrapartida. Es entregar lo mejor de mí, pasar del “vivir para mí” a “vivir con las entrañas de una madre o un padre con sus hijos”. A eso estamos llamados.

lunes, 6 de diciembre de 2010

De cómo la ofensa puede transformarse en intercesión, y el perdón y la paciencia pueden hacer renacer el amor

¿Hasta que punto podemos unirnos a la Cruz de Jesús y vivir esta transformación pascual en nuestras vidas? Pongamos un ejemplo. Cuando una mujer no sabe si aguantar una situación familiar difícil, se pregunta: ¿qué hacer? Piensa que no es correspondida, en lo mucho que hace por el marido u otras personas, y que se la paga con desconsideración y menosprecio. Entonces, aparece en su corazón el sentimiento de abandonar, de dejar aquel sufrimiento, de que ha hecho ya bastante, pero si tiene fe, su mirada va hacia Jesús, y el corazón le indica que aquella pena se puede transformar en oración compasiva, y dirá: “Señor, ahora que he pasado por esto, haz que a mi alrededor no haya nadie que pruebe esto por lo que estoy pasando en estos momentos”, y permanece en aquella situación de un modo nuevo, ha pasado de sentirse víctima a renacer del abatimiento, con la misión de procurar dar de aquello tan necesario, su compasión tranforma la ofensa en donación de aquello de lo que precisamente a ella le ha faltado. Ve a Jesús como modelo, le contempla cuando le increpan: “¡baja de la cruz!” y ve como Él no tomó este camino fácil, de ser uno más, y hacer lo de todos, vivir la vida con “normalidad”: permaneció en la Cruz, y transformó la ofensa en intercesión. Pero a veces Jesús está lejos, como inasequible, y viene el pensamiento de que es Dios y como tal más allá de nuestras posibilidades… y entonces el corazón acude a la Virgen, a su corazón maternal, y con ella es más fácil estar al pie de la Cruz, y participar de ella y así encontrarle un sentido, por ella accedemos más fácilmente al corazón de su Hijo. Esta transformación, iluminación en la percepción de un problema, podemos llevarlo a otros muchos aspectos de nuestra realidad cotidiana.Llucià Pou Sabaté

sábado, 22 de mayo de 2010

Infidelidad en el matrimonio


“Qué duro es olvidar una infidelidad”, he oído decir a distintas personas, llorando porque hacía uno, dos, más años que le pedía a Dios que le hiciera olvidar esta terrible experiencia de sentir “la traición”. Sensación de tristeza, desconcierto porque sucedió con la persona menos esperada, y desde entonces ya nada es igual: “ya no siento lo mismo que antes”. Hay melancolía, pues “la herida” tarda en cerrar, y el dolor puede hacerse insoportable hasta poder decir: “a veces mi cabeza va a estallar”... entonces, se piensa en la separación para huir de esa situación.

Todo esto lo trata la película “Infiel” (Trolösa) tiene por directora Liv Ullmann, y por guionista Ingmar Bergman, los que en otro tiempo fueron director y musa, además de compañera sentimental. Ahora es ella quien dirige un drama por el que los dos han pasado, ella directora y él ahora guionista. No se juega ahí con ser “modernos” y decir que hay que ser “auténticos” en una relación y “encontrarse a sí mismo”: se va al fondo de la cuestión, hasta llegar a las víctimas del crimen: la revolución sexual es ya historia. En el cine comercial, como dice “Bloggermania.com” en la crítica de este film, se ve “una visión trivial de la infidelidad, que poco tiene que ver con la vida real”. Ahí se notan los cineastas de categoría, al abordar con expresión artística el adulterio y sus consecuencias sin ningún barniz acaramelado.

“Infiel” comienza con el relato de un escritor (Erlend Josephson, que representa a Bergman) solitario, en su casa junto al mar, que recuerda una mujer (Lena Endre). Ella aparece y responde a sus preguntas, que se van convirtiendo en el relato de su vida... un matrimonio que se resquebraja, por culpa del amigo íntimo del marido. La infidelidad será la causa de la infelicidad de todos, especialmente de la hija... (recordemos que Liv y Ingmar tuvieron una hija). Según la propia Ullmann es un "drama psicológico durísimo y muy oscuro... su historia es mi historia, y también la de Bergman... es la historia de todos nosotros, de todos ustedes, porque creo que la película habla de asuntos universales".

Efectivamente, la realidad del adulterio y sus tremendas consecuencias son una plaga hoy día, y se plantean cosas tremendas como el resentimiento: "Creo en el perdón, porque toda mi vida he pensado que si no somos capaces de perdonar al otro, por ejemplo a la pareja infiel, la vida no avanza, todo se estanca, será imposible ser feliz de nuevo", sigue diciendo Ullmann.

Se plantean problemas interesantes. Uno de ellos es la irresponsabilidad, que destroza unas vidas por dejarse llevar por la sensualidad, por buscar una “historia más excitante” que la vida ordinaria. La irresponsabilidad viene muchas veces por una excesiva seguridad, y no cuidar las ocasiones previsibles, como dice Cervantes: "que es de vidrio la mujer pero no debes probar si se puede o no quebrar que todo podría ser", y lo mismo se puede decir del hombre pues en esto también hay bastante igualdad.

Ante un bien tan sagrado como es el matrimonio, la infidelidad aparece con falsas razones: “no causa ningún mal si hay ignorancia, si el engaño no se llega a saber”... Parece que no pasa nada, pero entonces ya “ha pasado mucho”. A eso se llama banalidad, que es una de las caras del mal. Poco a poco, imperceptiblemente se va desmoronando todo, el egoísmo va minando el amor hasta convertirlo en odio y venganza, una pasión que ciega y lleva a la crueldad, destroza todo, como dice el comienzo del film: “No hay ningún fracaso, ni la enfermedad, ni la ruina profesional o económica, que tenga un eco tan cruel y profundo en el subconsciente, como un divorcio. Penetra hasta el núcleo de la angustia, resucitándola. La herida provocada es más profunda que toda una vida” (Botho Strauss).

Ullmann ve que en un mundo de engaño y falta de verdad, “la deslealtad es un modo de vida que cada vez adoptan más personas. Los principios morales simplemente desaparecen. Hombres y mujeres deciden jugar a un juego de adultos: amémonos al límite, seamos felices juntos, olvidémonos de juzgar qué es bueno y qué es malo. Pero súbitamente todo se desmorona. Viene la tragedia. Todos son infieles entre sí... la víctima resulta ser la niña, la personita que ha sido utilizada en el juego de los adultos, sentada en medio de un carrusel emocional, sin entender cuál es su verdadero papel en la historia". Esta lucidez choca con los comentarios engañosos que oímos: “no voy a dejar de ser feliz por culpa de los niños...” Sigue Liv con su análisis: "En este nuevo milenio que estrenamos, la deslealtad es un modo de vida que cada vez adoptan más personas”... al final, la muerte. Esta es la parte más negativa de Bergman y de sus películas: en el film aparece un “determinismo”, aporta un análisis psicológico de gran calidad, los problemas del hombre, pero no la dirección en la que se encuentran las soluciones, por eso tiene un punto de amargado en su lucidez cerrada a la trascendencia.

En realidad, la vida no es así: no somos “inamovibles”, siempre hay la posibilidad de recomenzar, hay voluntad de poder querer: esto es la libertad. La felicidad pasa por aceptar las personas como son, eso es querer. ¿Y qué pasa cuando el cónyuge es infiel? Hay motivos para separarse de él, si se quiere: pero es la última solución. Hay derecho a la ruptura, pero quien tiene fe –y todos podemos pedirla- ve en la desgracia una Cruz, un camino de encuentro con Jesús, de ser feliz. Muchas separaciones son precipitadas, se dice "me he liberado" -tanto ellas como ellos-, y luego es peor porque la liberación no viene de huir de las dificultades, la auténtica libertad viene de asumir compromisos y en definitiva de la fidelidad. La felicidad está en darse en un compromiso de amor.

Llucià Pou Sabaté

domingo, 4 de abril de 2010

“The Butterfly Circus”, cuando el cine se convierte en una cosa preciosa que llega al corazón

El corto “The Butterfly Circus”, coprotagonizado por el actor mexicano Eduardo Verástegui, ha ganado el primer premio del concurso de cortos “The Doorpost Film Project". Este premio, de 100.000 dólares, reconoce la aportación del corto a la promoción de valores como la esperanza y la dignidad humana. El proyecto “The Doorpost” pretende descubrir a cineastas “visionarios” que busquen con sus obras la verdad y la promoción de una serie de valores universales. En esta ocasión, los valores eran la esperanza, el perdón, la humildad, la alegría, la libertad y la redención.




Es cine que de verdad vale la pena, llucià pou sabaté

miércoles, 27 de enero de 2010

DESPUÉS DE AMAR TE AMARÉ


DESPUÉS DE AMAR TE AMARÉ
Javier Vidal-Quadras; Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2004, 144 pp.
¿Por qué este título: “Después de Amar, te amaré”? Ante un mundo de falta de amor, el Autor, abogado, casado y con siete hijos, muestra un poco lo que lleva dentro, descubre algunos “secretos y voces” suyos, animado con este pensamiento: “allá donde tú te descubras, se descubrirán tus lectores. No tengas miedo” (p. 18). Quiere desenmascarar los fantasmas que difuminan el amor: “estabas enamorado, sí, pero... ¿de ella... o de la emoción?, ¿de la persona o del sentimiento? ¿No es verdad que, a veces, te sentías enamorado de estar enamorado?” (p. 19). Es una falta de madurez estancarse en la etapa de pensar que lo importante es “sentirme” enamorado: es un egoísmo que llevaría a que si ésta persona no me llena ya, “habrá que reemplazarla” (p. 19). A través de 27 capítulos cortos hay una línea argumental: meterse en la piel del lector para despertar en medio de tantos engaños que adormecen al único amor por el que merece la pena vivir. ¿Cuál es ese amor auténtico?: amar para siempre, y pase lo que pase: “casarse para siempre (¿hay otra forma de casarse? es un exceso de libertad. Por eso hay gente que no se atreve... porque no es libre hasta el extremo de poseerse a sí mismo y a su futuro de modo absoluto, y le da miedo comprometerse a algo que no abarca su libertad” (p. 23).
La entrega es la otra cara de la libertad: “¿Casarse sólo por amor? Uno no se casa sólo porque ama, sino porque quiere amar” (p. 23), es decir, uno no puede fundar un matrimonio con el pensamiento de que el amor es algo que se puede acabar, sino “con la firme voluntad... puede decidir amar siempre y pase lo que pase: muchos lo han hecho a lo largo de la historia. La razón de casarse no es amar, sino querer amar. Amar es una premisa necesaria (o muy conveniente), pero no suficiente. No me caso porque amo, sino para amar... por eso, amar es importante, pero más lo es querer amar. Quien no ha pensado en eso, más vale que no se case, porque, aunque lo piense, no está contrayendo matrimonio... y casarse para no casarse es un contrasentido. Así pues: no me caso porque amo, sino porque amaré” (p. 24).
Esta entrega no puede tener límites, para que sea real: “Ella es para siempre. Y él también. Y ellos, cuando nazcan, también serán para siempre. Así son las personas: para siempre. No caducan. Un día morirán, es cierto..., aunque yo creo que seguirán viviendo, y una mejor vida... las personas son... para toda la vida” (p. 25). Y el amor no depende de las circunstancias, ni siquiera de la correspondencia: “no amo para que me ames: amo porque mi naturaleza es amar, y para que tú también puedas amar, para que mi amor te complete como persona, te desborde y puedas darlo a otros...” (p. 27).
Algunas circunstancias pueden ser muy duras, amar puede llegar a ser difícil, pero eso no es motivo de decir: “la amaré mientras ella...” porque entonces “ya no la amamos a ella, nos amamos a nosotros. Ya no buscamos su felicidad, que es nuestro
compromiso en el amor, buscamos la nuestra” (p. 27). Empeñarse en la propia felicidad es billete seguro a la frustración, “vejez” del alma, aburrimiento... la vida es para amar, y como de rebote nos encontramos felices. Entonces, la cabeza y el corazón se llenan de amor pues uno se llena de aquello a lo que tiende. Y no habrá escapes, grietas: “el agrietado va regalando trozos de intimidad al primero que se acerca... y se va vaciando... y se puede caer en la tentación de ir a llenarse otra vez a esas fuentes nuevas y no a las de siempre” (p. 58). Otro efecto del egoismo es el victimismo: “su vida es... una suma de dolores” (p. 61), todo es motivo de queja que siembra amargura, y provoca rechazo a su alrededor. En cambio, cuando hay amor, hay buen humor, una chispa que inventa siempre formas de contagiarse a los demás.
El amor tiene también sus jerarquías, saber priorizar: “lo más importante, lo absolutamente imprescindible que tienen que hacer los padres para educar a sus hijos es quererse fiel, leal y progresivamente más entre ellos dos” (p. 75), receta con Melendo. Los conflictos no se resuelven echando la culpa al otro: “empezó él/ella”. Sirve la receta de S. Juan de la Cruz: “donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”, y la de S. Agustín: “procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en los demás y no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros” (p. 79). Cuando después de cada tropiezo hay una reconciliación, “uno parece renacer de sus propias cenizas y la relación se refuerza tras el perdón recíproco” (p. 82). En cambio, “cuando estoy convencido de que mi mujer llega tarde para fastidiarme” (p. 96) y tantas valoraciones falsas “cuando todo lo pongo en relación conmigo, la paranoia está a la vuelta de la esquina” (p. 96); es el “ego, ego, ego, ego... / y va balando el borrego”, el “yo” que desquicia, y amar hace feliz, como dice Kierkegaard: “la puerta de la felicidad se abre hacia fuera, hacia los otros” (p. 97).
¿Qué hacer cuando el abundante trabajo fuera de casa llena nuestra agenda? Poner en ella lo más importante, la familia. El binomio de “más trabajo, más dinero” si no se regula no acaba nunca, esclaviza, y ya sabemos sus “efectos colaterales” nefastos... pues “sin libertad no se puede amar” (p. 110). “El que resta tiempo a su cónyuge (a su familia) por razón del dinero es un mercenario. Y si se lo roba por el prestigio, es un pelele. Y si lo hace por temor, un cobarde” (p. 111). Por eso, los hijos no son “estorbo”, y añade el autor: “unos amontonan cosas; nosotros preferimos formar personas. Cuestión de gustos... (aunque) no es cuestión de gustos, sino de amor...” (p. 119)
¿Y cuando densos nubarrones ciegan toda luz, y se ve el matrimonio como un túnel sin salida, cuando amar “duele”?: “Sabes que el único camino es el perdón: el perdón o el vacío. Ascender o despeñarse. La ascensión será dura, muy dura; presientes un terreno áspero, luchando siempre contra tus tendencias, pero la disyuntiva es el abismo” (p. 123); además, entonces no se es objetivo: se distorsiona todo cuando uno está amargado, y hay que pensar en mis errores, que tampoco son pocos... y de ese abismo nace otra vez el perdón: “¡Es posible el perdón! ¡Siempre es posible el perdón!” (p. 124).
En fin, “si uno cuenta con Dios, el compromiso matrimonial es más fácil... se convierte con Él en vocación, es decir, llamada y encuentro, camino de santidad” (p. 127) y este amor no tiene fin: “no hasta la muerte..., después de la muerte y hasta siempre... ¡Parece tan poco una vida para amar”!” (p. 132).
Llucià Pou Sabaté

Sobre la guerra de Gaza y otros textos

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