En la vida todo es aprendizaje, y lo mejor está por llegar…

lunes, 1 de julio de 2024

La muerte de un hijo

 

La muerte de un hijo



Es importante aprender a cambiar de vida, hacer un plan de vida. Porque la vida sigue
Llucià Pou Sabaté
Lunes, 1 de julio de 2024, 09:14 h (CET)

“No hay nada más difícil que tener que aceptar la muerte de un hijo. Si el niño muere de repente, y los familiares no estaban preparados, pueden necesitar varios años para superar la tragedia” (Elisabeth K-R, Preguntas y respuestas a la muerte de un ser querido, p. 67).

   

Estar a su lado durante las fases del dolor es crucial. En los primeros momentos, siempre será importante estar ahí, y si están aturdidos, ayudarles con los trámites. La pérdida de un hijo es lo más trágico para los padres. En algunos casos puede provocar serias consecuencias, como una madre que se echó a la droga y bebida por no asimilar la “muerte súbita” de su hijo. Pero también puede producir momentos de gran humanidad y riqueza espiritual. Pienso en unos padres que no cayeron en ningún tipo de culpabilidad cuando dejaron a su hijo en manos de la abuela durante un viaje, y les avisaron de la desgracia (la muerte súbita suele ocurrir en los primeros meses de vida). Tuvieron un funeral donde el color blanco indicaba una “misa de ángeles”, pues tenían un ángel en el cielo. Les acompañé al cementerio donde se colocó la pequeña cajita con su cuerpo. Estaban serenos, abandonados en Dios, y hablaban con normalidad a sus otros cuatro hijos sobre tener un intercesor en el cielo. Poco después tuvieron otro hijo, aunque con la herida siempre abierta.

   

Sin embargo, he visto otros casos donde el trauma ha permanecido en la madre toda la vida, con el complejo de culpa por no haber atendido al niño en esos momentos que estaba solo.

   

Cuando se pierde un hijo, es la expresión máxima de duelo. Me contaron de una madre que perdió a su hijo único en un accidente de coche. Se afectó tanto que se deshizo la familia. El marido siguió trabajando de jardinero, quizás su forma de vivir el duelo, haciendo todo como antes, pero tuvo que abandonar la casa. La mujer ya no lo quiso, no lo aceptó.

   

Decía una madre: “Pienso que nada es comparable con la muerte de un hijo. Desde que murió mi hijo, he visto desaparecer mis perspectivas de futuro. Me siento vacía, pienso que he fracasado como madre (mi deber era cuidarle). Mi autoestima se desvanece, solo quisiera morirme y reunirme con él”. Pensaba que deseaba el mal a los demás por ocurrencias tontas, y no sabía cómo seguir la vida. Había perdido toda sensibilidad.

   

Cuenta Enrique Rojas: “La trascendencia es lo que te permite mirar por sobreelevación. Hay una perspectiva inmediata y otra mediata. La reacción inmediata ante la muerte de mi hijo Quique es sentirse partido por la mitad. Mi mujer, sin exagerar, estuvo un año llorando” (Olaizola, Más allá de la muerte, p. 82). Mientras él ve la situación global, ella percibe cada detalle de la realidad. Mientras él piensa qué hacer, ella actúa intuitivamente. Mientras él es lógico, ella se vuelve cada vez más sensible. Mientras él se pelea con el adentro, ella se enfrenta con el afuera. Mientras él solamente suspira, ella se anima a llorar.

   

Frente a la muerte de un hijo, muchas veces sucede que ella necesita hablar sobre la muerte y vuelve sobre los detalles. Él se siente incómodo con el tema y preferiría no hablar más sobre el asunto. Ella no consigue empezar a adaptarse hasta los 18 o 24 meses. Él empieza a acomodar su vida a los seis u ocho meses. Ella siente deseos frecuentes de visitar la tumba. Él prefiere no volver a pisar el cementerio. Ella lee libros, escucha conferencias o asiste a grupos. Él se refugia en el trabajo, su hobby o las tareas de la casa. Ella no tiene prácticamente ningún deseo sexual. Él quiere hacer el amor para buscar un mejor encuentro. Ella sabe que su vida ha cambiado para siempre. Él quisiera que ella vuelva a ser la de antes. Mantener la pareja unida es todo un desafío.

   

Vuelvo a E. Rojas: “Como psiquiatra, acostumbrado a contemplar el sufrimiento ajeno desde dentro, a través de esos representantes que son la depresión, la ansiedad, la inseguridad, los complejos y tantas cosas más, vuelvo a lo esencial: la necesidad de tener puntos de referencia claros. Y ahí cobran especial relieve las creencias. Las ideas van y vienen, se mueven dentro de nosotros, mientras que las creencias son la tierra firme y sólida donde nos apoyamos. El que no tiene creencias va flotando por la vida sin asidero” (ibid, p. 87).

   

Es importante mantenerse lo más unidos posibles, sin asfixiar ni colgarse de la compañía del otro. Es imprescindible aprender a poner en palabras lo que está pasando para ayudarse mutuamente, porque es casi imposible pasar por este dolor y sobrellevar esta situación sin tu pareja. Ideas de que el otro es de alguna manera responsable de la muerte, sentimientos de impaciencia e irritabilidad hacia el otro, falta de sincronicidad en los momentos de mayor dolor o las recaídas, falta de coincidencia en las necesidades sexuales, son muchas dificultades que en muchos casos hacen peligrar la pareja hacia la separación.

   

Es imprescindible alejarse todo lo que se pueda de la gente desubicada que quiere "ayudar" en este momento tan difícil. Porque la mayoría de los conocidos o familiares cercanos no tiene ni idea de qué hacer con este tema.

   

Cuenta J. Bucay que hay que comparar el dolor con un préstamo. Debemos devolver el préstamo algún día. Entre más tardemos en hacerlo, más altos serán los intereses y las multas. Nadie tiene mala intencionalidad, pero los que te quieren, que no soportan verte sufrir, son capaces de sugerir para solucionar la amenaza a su integridad que representa tu dolor: "Que otro hijo es la solución a tu dolor." "Que necesitas olvidar a tu hijo y seguir con tu vida." "Que tienes que sacar las fotos de tu hijo de tu casa." "Que hay que pensar en otras cosas." Lo cierto es que nada saben de lo que nos pasa. Quizás por eso la elaboración del duelo por la muerte de un hijo es el evento más solitario y más aislante en la vida de una persona. ¿Cómo puede entender alguien que no ha pasado por lo mismo, la profundidad de este dolor? Muchos padres dicen que los amigos se convierten en extraños y muchos extraños se convierten en amigos.

   

Lo mejor que podemos hacer es aceptar la profundidad del dolor como la reacción normal de la experiencia más difícil que una persona puede vivir. Los grupos de apoyo o de autoayuda son un paraíso seguro para que los padres que han perdido un hijo compartan lo más profundo de su pena con otros que han pasado por los mismos sentimientos. Compartir el dolor es sanar. Buscamos encontrar a otros que han pasado por lo mismo, para sentir que no estamos solos, que lo nuestro no es tan malo porque les pasa a otros. Muchos grupos de apoyo están llenos de personas fuertes y comprensivas dedicadas a ayudar a padres que sufren la pérdida de su hijo para que encuentren esperanza y paz en sus vidas. En estos grupos, los padres aprenden a saber que no están enloqueciendo. A sentirse solidarios en un todo con lo sucedido. A aceptar que les pasa lo mismo que a muchos otros. A compartir el duelo con autenticidad basado en el amor por su pareja y en el sincero cariño que sentían por quien hoy no está.

   

La canción que Eric Clapton compuso, Tears In Heaven, cuando murió su hijo de 4 años cayendo desde un balcón, mientras él estaba borracho, puede haber ayudado a muchos padres a tener paz en esos momentos. El mismo cantante tuvo una transformación mientras la componía:


"¿Dirías mi nombre, si me ves en el cielo? 

¿Sería lo mismo, si te veo en el cielo? 

Debo ser fuerte y continuar 

Porque sé que no correspondo al cielo. 


¿Agarrarías mi mano, si me ves en el cielo? 

¿Me ayudarías a ponerme en pie, si me ves en el cielo? 

Encontraré mi camino a través de la noche y del día 

Porque sé que no me puedo quedar aquí en el cielo. 


El tiempo puede tirarte, 

El tiempo puede vencer tus rodillas, 

El tiempo puede romper tu corazón. 

¿Estuviste rogando?... por favor? 

¿Pidiendo por este mendigo, por favor? 


Detrás de la puerta, 

Hay paz, estoy seguro, 

Y sé que no habrá más lágrimas en el cielo. 

¿Sabrías mi nombre, si te veo en el cielo? 

¿Sería lo mismo, si te veo en el cielo? 

Debo ser fuerte y continuar, 

Porque sé que no correspondo aún al cielo.”


Un consejo: salir de la sensación de abismo, para pasar a consolar a los demás aunque cueste. Y aunque haya experiencias de sufrimiento, procurar no decir: “los demás sufren, pero yo lo tuve dentro de mí nueve meses”. O el padre: “el sufrimiento de un papá es muy distinto de cómo sufren los hermanos”. No podemos comparar la intensidad de los sufrimientos. Comparemos los procesos de sanación. Procurad evitar decir: “Tengo tantos hijos, uno se me fue, los que me quedan son buenísimos, pero...”. Si lo escuchan los hijos, pueden sentir amargura, han recibido una comparación muy dolorosa. Aprendamos a comparar los procesos terapéuticos, las fases del dolor, el tiempo de asumir la pérdida.


Compárate en el proceso de superación, compara los procesos de sanación, las actitudes positivas, pero no compares la intensidad del sufrimiento. En el sufrimiento muéstrate muy generoso, no seas egolátrico. Cuando nos pasa algo malo, tendemos a pensar que nadie sufre como yo. Si tienes esta actitud, aun sufriendo, aun casi desbordado de decir: “primero el sufrimiento de los demás”, tu sufrimiento sanará antes y mejor. Cuando eres capaz de ayudar de ponerte en el lugar de otros que sufren, en la intensidad, en la dureza de tu sufrimiento, estás haciendo un camino maravilloso de sanación. Si tú curas las heridas de los demás, el Señor cicatrizará antes tus propias heridas. Comparemos los procesos de sanación, los caminos de sanación, pero nunca comparemos el sufrimiento de la gente (Mateo Bautista).


Por eso es bueno no hurgar en las heridas sino purificarlas y ver la mano de Dios en todo, como índica San Francisco de Sales: “¡vuestro hijo está ya en paraje seguro y ha logrado ya la salvación eterna!” Insiste el santo en no culpabilizarse, pues Dios ha permitido eso no “para castigaros a vos, sino para salvarle a él”. “Considerad que vuestro hijo está en el Cielo con los ángeles y los santos Inocentes. Os duele su ausencia por los cuidados que habéis tenido con él en el poco tiempo que ha estado a vuestro cargo”, por el amor que le tenéis… “él ruega a Dios por vosotros, y se preocupa a todas horas de vuestra vida”… para que Dios “os proporcione la inefable felicidad de que él está gozando. Vivid en paz, y tened de continuo puestos los ojos y el corazón en el cielo, donde os aguarda vuestro bienaventurado hijo. Perseverad en el acatamiento de la bondad soberana del Salvador, a quien ruego que os conceda sus consuelos” (Carta 286).


Cuentan de santa Inés, que a su muerte sus padre, que velaban el sepulcro de la mártir, vieron a través de una nube luminosa a su adorada hija, vestida con una túnica resplandeciente, que les bendecía y delante de ellos (iba con otras vírgenes en comitiva) les dijo: “no debéis llorarme como muerta, felicitadme y que vuestras almas se llenen de júbilo. Vivo con mis compañeras en un palacio luminoso, en el cielo al lado de Aquel a quien en la tierra amaba con todo mi corazón”. Los muertos están entre nosotros por más que sean invisibles…


Francisco de Borja, que se entregó a Dios al ver muerta a la reina Isabel, su ideal platónico, sufrió también la muerte de su hija, y rezó así: “el día en que Dios me llamó a su servicio y me exigió el corazón, resolví depositarlo tan en absoluto en sus manos, que no hay criatura, viva ni muerta, que pueda ejercer imperio sobre él”. También muchas madres ante la pérdida del hijo ofrecen a Dios: “te devuelvo lo que es tuyo, y que ha sido mío, te agradezco el tiempo que he tenido ese hijo, el don que me has hecho, aunque sé que ahora estará mejor contigo”.

   

Lo esencial: pedir ayuda. Aunque no haya ni palabras ni discursos para entenderse.

   

El tiempo y la distancia son claves para elaborar el dolor. A veces es necesario cambiar de casa, alejarse un tiempo para empezar otra vida. Cuando nos obligamos a estar en la misma rutina de siempre, el dolor es insoportable. Otra opción: viajar, ver otra cultura, vivir otros duelos en países lejanos.


Susana Roccatagliata cuenta que en una intervención aparentemente sin importancia murió su hijo de cinco años. Al ver salir una enfermera, entró al quirófano y vio en una camilla el cuerpo sin vida del hijo Francisco. Sintió que tenía que sobreponerse. Pero estaba hundida. “Sentí deseos de volver al vientre de mi madre, a ese lugar seguro y protegido donde nada malo podría ocurrirme” (Un hijo no puede morir. La experiencia de seguir viviendo, 18). Se acuerda de su abuelo que le dijo por teléfono: “tú vas a tener que hacer de este dolor algo constructivo” (20). Antes de quirófano, el niño se quitó la cruz que llevaba y se la dio a su madre para que se la pusiera “y que no me la quitara nunca” (18). Comenzó un tiempo duro durante el cual no habló del tema, pero “constantemente me preguntaba qué querría Dios de mí, por qué me mandaba esta tremenda prueba. Finalmente me entregué a Él” (14).

   

He visitado hogares donde el hijo era evocado solo por la abuela, y eso ha ayudado mucho para ir superando la prueba. Nadie hace una liturgia del recuerdo, sino que lo asumen con serenidad y realismo. Si hay posibilidad, se podría escribir una carta o un libro para describir la historia del hijo perdido. Releer esos papeles puede dar una paz muy profunda. Es importante aprender a cambiar de vida, hacer un plan de vida. Porque la vida sigue.

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