Cuando sentir no basta: la depresión entre la emoción y el pensamiento
Durante
años, la depresión fue entendida como una enfermedad del alma, un dolor sin
herida visible. El psiquiatra español Juan José López-Ibor la definía como una
"enfermedad de los sentimientos", una tristeza profunda que lo
impregnaba todo, sin que siempre existiera una causa aparente. Su mirada,
compasiva y pionera, abría un camino distinto: dejar de ver al depresivo como
alguien “loco” y empezar a comprenderlo como alguien profundamente herido por
dentro.
Esta visión
fue, en su momento, revolucionaria. Permitía hablar de melancolía sin estigma,
de sufrimiento emocional como parte de lo humano. Y traía consigo una
esperanza: lo emocional —decía López-Ibor— puede renacer. A diferencia de una
pierna amputada, el sentimiento puede volver a florecer.
Sin embargo,
los avances de la ciencia y de la psicoterapia han ampliado este enfoque. Hoy
sabemos que la depresión no solo es cuestión de sentir, sino también de pensar.
No basta con nombrar la tristeza: hay que observar también el diálogo interno
que la sostiene.
Quien padece
depresión no solo se siente mal: piensa mal de sí mismo, del mundo y del
futuro. Lo que comenzó como un sentimiento se convierte en una idea fija,
un bucle mental que repite: “no valgo”, “nada cambia”, “todo es gris”. Este
patrón de pensamiento, descrito por Aaron T. Beck como la “tríada cognitiva
depresiva”, es como un túnel oscuro que distorsiona la percepción y la
esperanza.
La sabiduría
popular lo resume bien: “Lo ve todo negro”. Y no es solo una forma de
hablar. Estudios en neurociencia muestran que, con bajos niveles de serotonina,
incluso los colores parecen más apagados. La química y la emoción se
entrelazan.
Pero también
ocurre lo contrario: cuando estamos enamorados, motivados o inspirados, el
mundo se llena de luz. ¿Qué ha cambiado? No necesariamente las circunstancias
externas, sino la forma en que el cerebro las interpreta.
Por eso, hoy
los tratamientos más eficaces contra la depresión no se limitan a “animar” al
paciente. Se enfocan en enseñar a pensar distinto, en cuestionar creencias
automáticas, en reformular la percepción que tenemos de nosotros mismos. La
terapia cognitiva, el mindfulness y otras intervenciones trabajan precisamente
sobre esa base: el pensamiento se puede entrenar, como un músculo.
La buena
noticia es esta: pensar también se aprende, y pensar mejor puede ayudar
a sentir mejor. El sentimiento y el pensamiento no son enemigos: son aliados.
Sanar uno, transforma al otro.
Hablar de
depresión, entonces, ya no es solo hablar de tristeza. Es hablar de ideas que
se enquistan, de creencias que enferman, de emociones que piden ser
comprendidas y de pensamientos que, con ayuda, pueden volver a ser luz.

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